Casi todos tenemos la suerte de recordar algún beso especial que ha dejado una huella en nuestras vidas. Primer beso, beso robado en un portal oscuro, beso desesperado de despedida ante las olas del Cantábrico, beso apasionado interminable o simple beso porque sí. Y los que no tenemos esa suerte, seguro que al menos un beso cinematográfico ha marcado nuestra imaginación y nuestra libido.
Besos cinematográficos hay muchos, pero pocos como el de Scarlett O’Hara y Rhett Butler con el cielo nocturno encendido por el incendio de Atlanta, de fondo. Beso apasionado y de despedida después del cual Rhett abandona a la caprichosa Scarlett frente a su destino, en un mundo en plena descomposición. Ahí se queda sola Scarlett, viendo cómo desaparece en la hoguera de la historia todo lo que ha conocido y ha querido, poniendo a Dios por testigo de que jamás volverá a pasar hambre. Gran momento.
Pero no todos los besos son inolvidables. No todos son bonitos. Algunos son forzados. Algunos sobraron. Y algunos son cutres. Muy cutres. Tan cutres como el morreo que le soltó el Cheposo a O Sea Tía en el escenario de la “Uni” de Otoño podemita. Uno se pregunta si, antes de aquella efusiva demostración de amor político, el gachó le preguntó a su gachí: “Tía, ¿Das tu acuerdo para que te bese?”. “O sea, tío, te doy mi acuerdo”, le contestaría, enamorada, la amada. “Entonces, ¿Me das el sí?”, insistió el galán, desconfiado. “Sí, estoy de acuerdo para que me des un beso”, confirmó la tronca. Lo que no sabemos es si aquel “sí” debidamente confirmado englobaba un magreo en condiciones o si cada paso que acompañaba el beso también debía de ser acordado. Por ejemplo, “¿Me das tu acuerdo para que ahora te bese en el cuello?”, o “¿Estás conforme para que apriete mis caderas contra las tuyas”?, o, un poco más tarde, “¿Das tu consentimiento para que coloque mis manos más abajo que tus caderas?”. Procedimiento complejo y, me atrevería a decir, anti lujuria, todo ello.
O quizás, nuestro Clark Gable de sonrisa difícil, se pasó el “solo sí es sí” por la chepa y agarró a su amada de antipático rictus y le soltó un morreo tal cual, sin preguntar, ni pedir permiso. Cómo antaño.
Pero si nuestro revolucionario de chalet, muy a su pesar, tiene muy poco de Lenin o del Ché o de Sartre, de Clark Gable, queridos lectores, no les quiero ni contar.
Quizás hace unos años, ese paripé de revolucionario romántico y fogoso hubiera dado el pego ante un público entregado, pero al Cheposo se le acabó la magia.
En cuanto a su Scarlett de polígono, le faltó agitar el puño con rabia hacía su mundo en llamas, gritando, desesperada, “pongo a Dios por testigo que nunca más volveré a ser cajera en un super”.
Pobre O Sea Tía, traicionada por lo suyos, por sus socios, vilipendiada por los jueces fascistas y machistas, incomprendida por “todes aquelles” por los que ha luchado, ridiculizada por aquel abogado que declaró que la mejor defensora de su cliente culpable de agresión sexual era la misma Ministra de Igualdad.
Pero a O Sea Tía no le rebaja la arrogancia ni la evidencia de su incompetencia. ¿Cuantos violadores tendrán que ver sus condenas acortadas, cuantos agresores sexuales tendrán que ser liberados, antes de que O Sea Tía reconozca que sus errores solo son consecuencia de su ineptitud?
Pero esa es otra canción.
José Luis Vilallonga
@JoseVilallonga